Selfie Verbal

Llueve sudor entre cajas y cajas de ropa.

Un suéter viejo; un pantalón de chándal agujereado por lo vivido.

Otros tres hombres, sudorosos y mal vestidos, cargan y descargan cajas de un camión.

Al fondo, las luces apagadas de un escaparate.

Seres de plástico vestidos con prendas que cuestan más de una noche de trabajo.

Actor; periodista; mozo de carga.

Ese soy yo.

La vieira

Víctor caminaba al borde de la extenuación. Quería vivir la experiencia de recorrer el Camino de Santiago,y optó por seguir el Camino Portugués por la costa. Estaba empezando a anochecer, y  A Ramallosa, su siguiente destino, aún estaba lejos.

Su pasión por el deporte y por el senderismo en particular, le habían llevado a convertirse en una especie de peregrino laico.

No había tiempo para recrearse en el contraste de las piedras grises con los verdes luminosos de la vegetación, ni en ese mar que asomaba tan salvaje y tan bello a la vez.

La adrenalina le hizo obviar también  la presencia de Fátima, una joven lisboeta que pretendía llegar a la capital gallega para cumplir el deseo jamás materializado por su abuela, una ferviente beata.

-Boa tarde- exclamó la joven lusa. Víctor le devolvió el saludo turbado por su sonrisa generosa.

Los cordones de la bota del caminante se desataron oportunamente. Se agachó para abrocharlos de nuevo mientras la joven se alejaba. Desde el suelo, pudo deleitarse con el coreográfico contoneo de sus caderas.

En el comedor de un albergue de peregrinos, se sentaron frente a frente. Apenas hablaron. Ella no sabía español, y él sólo conocía palabras sueltas en portugués, que había escuchado en alguna canción de José Afonso.

No hace falta conocer otras lenguas cuando las miradas hablan.

Aquella noche, Víctor recorrió las piernas de Fátima con los ojos, una y otra vez hasta quedarse dormido. Aún estaban hinchadas por el esfuerzo de varios días de camino, y los arañazos de alguna rama traicionera decoraban sus gemelos, pero no le restaban un ápice a su belleza.

Por la mañana, Víctor se despertó muy tarde. Buscó a Fátima en la litera de al lado, pero ya no estaba.

Decidió tomarse el día con calma. Nunca había estado en las Islas Cíes, y desde el puerto de A Ramallosa partían barcos hacia el archipiélago. Al fin y al cabo era lunes. Los lunes al sol.

Escondida tras la vegetación encontró la playa Figueiras, casi desierta. Y allí estaba ella; desnuda; dorando su piel bajo un sol a menudo ausente.

Víctor se desnudó y le tendió la mano. Juntos se envolvieron en  las frías aguas del Atlántico, que nunca estuvieron tan calientes.

Las olas cubrían la arena húmeda de espuma blanca.

El joven pensó que ya no era necesario llegar a Santiago, se llevaba el recuerdo de la más bella de las vieiras.

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El pivot

Cuando empecé a jugar al baloncesto, a nivel federado, lo hacía de pivot. Era mayor que mis compañeros, por eso era más alto.

Pero un día dejé de crecer (a lo largo al menos), y con 1’72 (casi 1,73) no podía seguir siendo el Warren Kidd del equipo. Me vi relegado al ostracismo por mi falta de altura y de fundamentos ofensivos.

La defensa no se me daba tan mal, pero el entrenador no veía con buenos ojos que siguiera marcando a mi par cuando ya lo habían sentado en el banquillo ¡Un puntilloso con ínfulas de Miki Vukovic de barrio!

Deprimido, dejé las pistas de cemento (y alguna de gravilla) y me limité a ir al pabellón de la Fuente de San Luis (la casa del Valencia Basket) como espectador. Allí descubrí a un tipo con barba que, partido tras partido, jaleaba a los jugadores y al público como si no hubiera un mañana; como si no quedara un tiempo muerto.

Entonces descubrí cuál debía ser mi nuevo rol en el equipo:

Mascota.

CEU Basket

Foto de mi regreso fugaz a las pistas, con look a lo José Antonio Paraiso.

Dos urbanitas por la sierra de Espadán

Un día de verano, dos urbanitas de esos que ven películas ‘de las de leer’, decidieron cambiar las salas de cine y los DVD por el senderismo. Acababan de ver ‘Into the Wild’ (en versión original subtitulada, por supuesto), la película de Sean Penn en la que un joven abandona el mundo civilizado para poner rumbo a Alaska y entrar en contacto con la naturaleza.

Como Alaska les pillaba un poco lejos decidieron ir a la sierra de Espadán. No conocían rutas por allí, así que buscaron en Internet y escogieron la primera que encontraron. Su recorrido empezaría en Aín, subirían a la peña Pastor, de ahí al pico Picaio, seguido del pico Espadán, visitarían la cueva del toro, llegarían a Alcudia de Veo, y desde allí volverían a Aín. Diecisiete kilómetros.

Al llegar a Aín, un par de gatos les recibieron el aparcamiento. Uno de ellos les acompañó hasta el sendero que sube a la peña Pastor, a un kilómetro de distancia. Uno de los urbanitas, que de pequeño fue a un campamento de los scouts y se veía hecho eso del senderismo, mostró su preocupación por el felino: «A ver si no sabe volver». Craso error, el bicho se orientaba bastante mejor que ellos.

Al poco de llegar al sendero, perdieron la pista de los hitos y las marcas que indicaban por dónde seguir. Estaban en el barranco del Picaio, y pensaron que los más lógico era escalar por el, seguro que la ruta continuaba por ahí.

Para ser una ruta de dificultad moderada, lo de escalar el barranco les estaba resultando un poco complicado. El más patoso de los urbanitas resbaló y se quedó colgado como Tom Cruise en ‘Misión imposible’. Nunca estuvo tan cerca de parecerse a él.

Tras escalar la pared rocosa se encontraron con el sendero, y siguiéndolo llegaron a un merendero que pensaban que estaba después de la peña Pastor y del pico Picaio. Se habían confundido de merendero, pero eso ellos no lo sabían, así que siguieron las indicaciones como si estuvieran en el lugar correcto.

Al llegar a una bifurcación que señalizaba varios caminos, entendieron que se habían vuelto a perder, así que decidieron dejar el monte para los buscadores de madera de alcornoque y volver a Aín siguiendo la carretera, como buenos urbanitas.

Al llegar al pueblo notaron que los gatos les miraban con aire de superioridad. De regreso a casa, el urbanita patoso propuso un plan:

– Tengo, el DVD de ‘El renacido’, una de un explorador que…

– ¡Déjate de exploradores! A partir de ahora solo voy a ver películas de gordos sedentarios.

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El urbanita patoso besó el asfalto de la carretera cuando la encontraron.

 

 

Mi guitarra

Mi guitarra tiene formas curvas, como Rachel Weisz, y un color anaranjado muy propio de la tierra en la que se fabricó.

Conserva un clavo clavado en su cuerpo, fruto de una mala decisión.

Sus cuerdas, un día tensas, están sueltas como la carne madura, pero aún pueden vibrar.

Tiene un mástil oscuro, coronado por unas claves blancas a sus lados; y es que al final, cuando todo parece negro, casi siempre podemos encontrar algo blanco que nos calmen y nos de esperanza, sobre todo a los que tienen alguna religión que de respuesta a la muerte.

Mi guitarra podría ser una guitarra vulgar y corriente, pero hay algo que la hace especial: Una mancha que la distingue, igual que las manchas que hacían inconfundible a Gorbachov. Una mancha como esta:

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Una anciana de La Mancha

Elvira, una anciana de 85 años, se levantó temprano para ir al banco, dispuesta a recuperar el dinero del depósito que había contratado recientemente. Tenía que pagar unos dientes nuevos a precio de trufa negra. Se miró en el espejo del recibidor y se tiñó los labios de rojo. Podía tener un mal día y el estómago descompuesto por la medicación, pero nunca salía de casa sin pintarse, recuerdo de aquel tiempo en el que le decían que se parecía a Lauren Bacall.

Esperó de pie en la cola del banco, estoica y refunfuñando, solo había una trabajadora en ventanilla, y encima estaban todas las sillas ocupadas: -Esto está lleno de viejas-dijo para sí misma. Por fin llegó su turno y se encontró frente a frente con la trabajadora.

-Buenos días señorita, vengo a sacar el dinero de mi depósito- Tras comprobar sus datos, la empleada le respondió:

-Lo siento señora, pero lo que usted tiene contratado no es un depósito, sino preferentes. Yo no puede devolverle su dinero, tiene que ponerlas a la venta y esperar a que alguien las compre.

– ¿Y cuándo me las van a comprar?

– Días, meses,… El mercado es impredecible

– ¿Me está diciendo que puedo tardar meses en recuperar mi dinero? ¡Pero yo necesito el dinero ya!

– A lo mejor le interesa pedir un crédito.

Los gritos de Elvira resonaban en toda la oficina. Los guardias de seguridad la arrastraron a la calle cuando intentó meterse en el habitáculo de la dependienta armada con su bolso.

Estafada y humillada, Elvira golpeó los cristales de la entidad bancaria hasta perder el aliento. Contrariado, uno de los guardias de seguridad que le había sacado del banco apoyó su mano en su hombro.

-No se canse señora, no se puede luchar contra molinos de viento.

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Mascletá a ciegas

Me encuentro entre la multitud en la plaza del Ayuntamiento, ahora entiendo el concepto de masa. Cierro los ojos y percibo un olor que me retrotrae a la adolescencia; al Viñarock; a los conciertos en la sala República. Sin duda los petardos de la mascletá no son los únicos que hay allí. La distancia entre la gente es mínima. Hacía tiempo que mi cuerpo no estaba tan cerca del cuerpo de otra persona. Creo que ya sé qué es eso de “el caloret faller”. El suelo retumba. Parece que se vaya a abrir de un momento a otro, como en una película apocalíptica. Alguien me grita al oído:

-Se trata de abrir la boca, no de cerrar los ojos.

Parece que las explosiones van menguando, las vibraciones se reducen. Falsa alarma. Era la calma que precede a la tempestad. El ruido aumenta, el suelo vibra más y más. De repente la nada. Segundos más tarde los gritos sustituyen el sonido de los cohetes. Escucho un pitido continuo dentro de mi oído ¿He muerto? Abro los ojos. A no ser que el cielo sea tan costumbrista que se parezca a Valencia, creo que sigo vivo, en el mismo sitio que al principio. A pesar de mi fobia a los petardos no ha estado tan mal. Ahora a por el “vermú”, que me lo he ganado.

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