La cruz y el lirio dorado (F. Fernán-Gómez) Crítica literaria

Coincidiendo con el centenario del nacimiento del polifacético Fernando Fernán-Gómez, he leído su novela ‘La cruz y el lirio dorado‘ (Espasa/1999).

Tras un primer capítulo a modo de prólogo (aunque el autor evita llamarlo así «para vencer la aversión de algunos lectores a los proemios») en el que Fernán-Gómez nos pone en antecedentes sobre la rivalidad entre los Médici y los Pazzi, demostrando un un trabajo de documentación excelente, nos metemos de lleno en la historia del dominico Steffano Maffei, “uno de los hombres que blandieron las armas homicidas” contra Lorenzo y Giuliano de Médici.

El interprete de ‘La lengua de las mariposas‘ crea un personaje muy interesante por sus conflictos internos, a pesar de ser algo plano en cuanto a su evolución.

Además de la trama sobre la conspiración de los Pazzi, no es menos importante la relación entre Maffei y Claudia, la niña que un día se convertiría en su primer amor, y que le hará plantearse si debe continuar en el camino de la Iglesia o dejarse llevar por el deseo y decepcionar a su padre.

Mediante la pareja, y principalmente de la mano de Claudia, Fernán-Gómez nos introduce en la evolución del teatro medieval: Desde los autos sacramentales en latín hasta las farsas del teatro popular representado en plazas, y la incorporación de la mujer a las compañías de cómicos. Una subtrama que no desmerece frente a las tramas principales, y que pese a su lejanía en el tiempo de la acción, nos hace recordar otra de sus grandes obras: ‘El viaje a ninguna parte‘.

Cabe destacar también la estructura no lineal de la novela, con saltos temporales que consiguen aumentar el interés del lector y dejarlo en tensión.

Por otro lado, me parece magistral el punto de vista que elige el autor para relatar el apuñalamiento de los Médici, y el tempo con el que lo hace.

Por último, con los antecedes como guionista y director del nieto de María Guerrero, me quedo con las ganas de saber cómo hubiera sido una adaptación al cine ( o como miniserie) de la novela, dirigida por él mismo.

No dejen de revisar la obra de Fernán-Gómez, ni ahora ni en 100 años más.

 

Selfie Verbal

Llueve sudor entre cajas y cajas de ropa.

Un suéter viejo; un pantalón de chándal agujereado por lo vivido.

Otros tres hombres, sudorosos y mal vestidos, cargan y descargan cajas de un camión.

Al fondo, las luces apagadas de un escaparate.

Seres de plástico vestidos con prendas que cuestan más de una noche de trabajo.

Actor; periodista; mozo de carga.

Ese soy yo.

La vieira

Víctor caminaba al borde de la extenuación. Quería vivir la experiencia de recorrer el Camino de Santiago,y optó por seguir el Camino Portugués por la costa. Estaba empezando a anochecer, y  A Ramallosa, su siguiente destino, aún estaba lejos.

Su pasión por el deporte y por el senderismo en particular, le habían llevado a convertirse en una especie de peregrino laico.

No había tiempo para recrearse en el contraste de las piedras grises con los verdes luminosos de la vegetación, ni en ese mar que asomaba tan salvaje y tan bello a la vez.

La adrenalina le hizo obviar también  la presencia de Fátima, una joven lisboeta que pretendía llegar a la capital gallega para cumplir el deseo jamás materializado por su abuela, una ferviente beata.

-Boa tarde- exclamó la joven lusa. Víctor le devolvió el saludo turbado por su sonrisa generosa.

Los cordones de la bota del caminante se desataron oportunamente. Se agachó para abrocharlos de nuevo mientras la joven se alejaba. Desde el suelo, pudo deleitarse con el coreográfico contoneo de sus caderas.

En el comedor de un albergue de peregrinos, se sentaron frente a frente. Apenas hablaron. Ella no sabía español, y él sólo conocía palabras sueltas en portugués, que había escuchado en alguna canción de José Afonso.

No hace falta conocer otras lenguas cuando las miradas hablan.

Aquella noche, Víctor recorrió las piernas de Fátima con los ojos, una y otra vez hasta quedarse dormido. Aún estaban hinchadas por el esfuerzo de varios días de camino, y los arañazos de alguna rama traicionera decoraban sus gemelos, pero no le restaban un ápice a su belleza.

Por la mañana, Víctor se despertó muy tarde. Buscó a Fátima en la litera de al lado, pero ya no estaba.

Decidió tomarse el día con calma. Nunca había estado en las Islas Cíes, y desde el puerto de A Ramallosa partían barcos hacia el archipiélago. Al fin y al cabo era lunes. Los lunes al sol.

Escondida tras la vegetación encontró la playa Figueiras, casi desierta. Y allí estaba ella; desnuda; dorando su piel bajo un sol a menudo ausente.

Víctor se desnudó y le tendió la mano. Juntos se envolvieron en  las frías aguas del Atlántico, que nunca estuvieron tan calientes.

Las olas cubrían la arena húmeda de espuma blanca.

El joven pensó que ya no era necesario llegar a Santiago, se llevaba el recuerdo de la más bella de las vieiras.

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Mi guitarra

Mi guitarra tiene formas curvas, como Rachel Weisz, y un color anaranjado muy propio de la tierra en la que se fabricó.

Conserva un clavo clavado en su cuerpo, fruto de una mala decisión.

Sus cuerdas, un día tensas, están sueltas como la carne madura, pero aún pueden vibrar.

Tiene un mástil oscuro, coronado por unas claves blancas a sus lados; y es que al final, cuando todo parece negro, casi siempre podemos encontrar algo blanco que nos calmen y nos de esperanza, sobre todo a los que tienen alguna religión que de respuesta a la muerte.

Mi guitarra podría ser una guitarra vulgar y corriente, pero hay algo que la hace especial: Una mancha que la distingue, igual que las manchas que hacían inconfundible a Gorbachov. Una mancha como esta:

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