Selfie Verbal

Llueve sudor entre cajas y cajas de ropa.

Un suéter viejo; un pantalón de chándal agujereado por lo vivido.

Otros tres hombres, sudorosos y mal vestidos, cargan y descargan cajas de un camión.

Al fondo, las luces apagadas de un escaparate.

Seres de plástico vestidos con prendas que cuestan más de una noche de trabajo.

Actor; periodista; mozo de carga.

Ese soy yo.

Dos urbanitas por la sierra de Espadán

Un día de verano, dos urbanitas de esos que ven películas ‘de las de leer’, decidieron cambiar las salas de cine y los DVD por el senderismo. Acababan de ver ‘Into the Wild’ (en versión original subtitulada, por supuesto), la película de Sean Penn en la que un joven abandona el mundo civilizado para poner rumbo a Alaska y entrar en contacto con la naturaleza.

Como Alaska les pillaba un poco lejos decidieron ir a la sierra de Espadán. No conocían rutas por allí, así que buscaron en Internet y escogieron la primera que encontraron. Su recorrido empezaría en Aín, subirían a la peña Pastor, de ahí al pico Picaio, seguido del pico Espadán, visitarían la cueva del toro, llegarían a Alcudia de Veo, y desde allí volverían a Aín. Diecisiete kilómetros.

Al llegar a Aín, un par de gatos les recibieron el aparcamiento. Uno de ellos les acompañó hasta el sendero que sube a la peña Pastor, a un kilómetro de distancia. Uno de los urbanitas, que de pequeño fue a un campamento de los scouts y se veía hecho eso del senderismo, mostró su preocupación por el felino: «A ver si no sabe volver». Craso error, el bicho se orientaba bastante mejor que ellos.

Al poco de llegar al sendero, perdieron la pista de los hitos y las marcas que indicaban por dónde seguir. Estaban en el barranco del Picaio, y pensaron que los más lógico era escalar por el, seguro que la ruta continuaba por ahí.

Para ser una ruta de dificultad moderada, lo de escalar el barranco les estaba resultando un poco complicado. El más patoso de los urbanitas resbaló y se quedó colgado como Tom Cruise en ‘Misión imposible’. Nunca estuvo tan cerca de parecerse a él.

Tras escalar la pared rocosa se encontraron con el sendero, y siguiéndolo llegaron a un merendero que pensaban que estaba después de la peña Pastor y del pico Picaio. Se habían confundido de merendero, pero eso ellos no lo sabían, así que siguieron las indicaciones como si estuvieran en el lugar correcto.

Al llegar a una bifurcación que señalizaba varios caminos, entendieron que se habían vuelto a perder, así que decidieron dejar el monte para los buscadores de madera de alcornoque y volver a Aín siguiendo la carretera, como buenos urbanitas.

Al llegar al pueblo notaron que los gatos les miraban con aire de superioridad. De regreso a casa, el urbanita patoso propuso un plan:

– Tengo, el DVD de ‘El renacido’, una de un explorador que…

– ¡Déjate de exploradores! A partir de ahora solo voy a ver películas de gordos sedentarios.

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El urbanita patoso besó el asfalto de la carretera cuando la encontraron.

 

 

Río vacío de agua, río lleno de vida

El cauce del río Turia es un lugar conocido por los valencianos, pero a menudo difícil de ubicar para los que vienen de fuera: “¿El río? ¿Qué río?”. Pasan a su lado cuando visitan las Torres de Serrano; el Palau de la Música; el Palau de les Arts…pero no identifican esa autopista para humanos y perros con el río al que un día obligaron a desviarse de su camino.

Salgo del metro en la parada de Alameda, y aparezco directamente en el río. Podría haber ido andando desde Benimaclet, pero todavía no se ha apoderado de mí el espíritu deportivo que espero encontrar aquí.

Adolfo calienta bajo el puente de la exposición, más conocido como “La peineta”. Su cuerpo fibroso no engaña. No se está poniendo a punto para la “operación mankini”, es un deportista en toda regla. “Correr me da la vida”, asegura. Por eso lo hace cuatro días a la semana. Puede parecer un deporte solitario, pero aun así se crean lazos con otros corredores. “Es una forma de conocer gente sana”, dice antes de confesar que es fumador. Su silueta se ve cada vez más pequeña mientras avanza veloz por donde un día corrió el agua, en menos de un minuto ya parece un liliputiense.

En dirección contraria se acerca al trote una chica con pelo suelto, embutida en unas mallas negras y rosas. Cubre sus ojos con unas grandes gafas de sol. He visto ese estilismos en alguna parte ¡Lo tengo! Se parece al de Bret Hart, un luchador guaperas (a la par que hortera) de los 90, de la WWF. No he vuelto a madrugar un sábado desde aquella época en que me levantaba para ver el pressing catch en Telecinco, si acaso me he acostado a esas horas.

Un hombre grueso de uno 40 años resopla mientras empapa en sudor su camiseta gris de algodón. Intenta correr pero apenas si puede andar. Creo que lo de correr mejor lo dejo para enero del año que viene.    

El río no es solo un lugar para el deporte. Tres madres treintañeras pasean sus bebés en carritos mientras charlan animadamente. A escasos metros, unas jóvenes rubias reposan en corro sentadas sobre la hierba. Un escudo floral de la ciudad de Valencia preside el centro del espacio. Otros deambulan por el río ataviados con ropa de calle para evitarse el tráfico, o simplemente pasear en un entorno agradable. Nuestro río de asfalto y arena no es navegable, sin embargo se puede recorrer en un tren de blanco inmaculado, que avanza sobre unas vías imaginarias.

Como si de una carretera rural se tratase, un rebaño interrumpe el paso por la zonas más próxima al Palau de la Música. No son ovejas, son unos 50 adolescentes. La mitad españoles, la otra mitad norteamericanos. Vienen a un intercambio con los alumnos del Instituto Andreu Alfaro de Paiporta, según comenta Carles, uno de los adolescentes del rebaño, que responde a mis preguntas con algo de desconfianza: “¿Y no llevas cámara?”. Como el corredor liliputiense, ellos también se dirigen al parque de Gulliver. A nuestra derecha se masca la tragedia. Un grupo de cuatro adolescentes hacen cabriolas sobre sus monopatines. Carles y sus amigos siguen caminando sin quitar la vista de los saltimbanquis, esperando que alguno se dé de morros contra el suelo. De repente, un fuerte olor lo invade todo. Se trata de la policía montada. La de Valencia, no la de Canadá. “¡Huele a campo!” dice jocoso Carles. “¡Ha llegado el séptimo de caballería!”, le sigue uno de sus compañeros. Los policías se alejan resignados, como si no hubieran escuchado nada.

Caballos famélicos de metal recorren el río de punta a punta. Las bicicletas son para el verano, pero en Valencia casi todo el año es verano.

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El río se ha convertido en un pulmón verde para la ciudad.