Selfie Verbal

Llueve sudor entre cajas y cajas de ropa.

Un suéter viejo; un pantalón de chándal agujereado por lo vivido.

Otros tres hombres, sudorosos y mal vestidos, cargan y descargan cajas de un camión.

Al fondo, las luces apagadas de un escaparate.

Seres de plástico vestidos con prendas que cuestan más de una noche de trabajo.

Actor; periodista; mozo de carga.

Ese soy yo.

Río vacío de agua, río lleno de vida

El cauce del río Turia es un lugar conocido por los valencianos, pero a menudo difícil de ubicar para los que vienen de fuera: “¿El río? ¿Qué río?”. Pasan a su lado cuando visitan las Torres de Serrano; el Palau de la Música; el Palau de les Arts…pero no identifican esa autopista para humanos y perros con el río al que un día obligaron a desviarse de su camino.

Salgo del metro en la parada de Alameda, y aparezco directamente en el río. Podría haber ido andando desde Benimaclet, pero todavía no se ha apoderado de mí el espíritu deportivo que espero encontrar aquí.

Adolfo calienta bajo el puente de la exposición, más conocido como “La peineta”. Su cuerpo fibroso no engaña. No se está poniendo a punto para la “operación mankini”, es un deportista en toda regla. “Correr me da la vida”, asegura. Por eso lo hace cuatro días a la semana. Puede parecer un deporte solitario, pero aun así se crean lazos con otros corredores. “Es una forma de conocer gente sana”, dice antes de confesar que es fumador. Su silueta se ve cada vez más pequeña mientras avanza veloz por donde un día corrió el agua, en menos de un minuto ya parece un liliputiense.

En dirección contraria se acerca al trote una chica con pelo suelto, embutida en unas mallas negras y rosas. Cubre sus ojos con unas grandes gafas de sol. He visto ese estilismos en alguna parte ¡Lo tengo! Se parece al de Bret Hart, un luchador guaperas (a la par que hortera) de los 90, de la WWF. No he vuelto a madrugar un sábado desde aquella época en que me levantaba para ver el pressing catch en Telecinco, si acaso me he acostado a esas horas.

Un hombre grueso de uno 40 años resopla mientras empapa en sudor su camiseta gris de algodón. Intenta correr pero apenas si puede andar. Creo que lo de correr mejor lo dejo para enero del año que viene.    

El río no es solo un lugar para el deporte. Tres madres treintañeras pasean sus bebés en carritos mientras charlan animadamente. A escasos metros, unas jóvenes rubias reposan en corro sentadas sobre la hierba. Un escudo floral de la ciudad de Valencia preside el centro del espacio. Otros deambulan por el río ataviados con ropa de calle para evitarse el tráfico, o simplemente pasear en un entorno agradable. Nuestro río de asfalto y arena no es navegable, sin embargo se puede recorrer en un tren de blanco inmaculado, que avanza sobre unas vías imaginarias.

Como si de una carretera rural se tratase, un rebaño interrumpe el paso por la zonas más próxima al Palau de la Música. No son ovejas, son unos 50 adolescentes. La mitad españoles, la otra mitad norteamericanos. Vienen a un intercambio con los alumnos del Instituto Andreu Alfaro de Paiporta, según comenta Carles, uno de los adolescentes del rebaño, que responde a mis preguntas con algo de desconfianza: “¿Y no llevas cámara?”. Como el corredor liliputiense, ellos también se dirigen al parque de Gulliver. A nuestra derecha se masca la tragedia. Un grupo de cuatro adolescentes hacen cabriolas sobre sus monopatines. Carles y sus amigos siguen caminando sin quitar la vista de los saltimbanquis, esperando que alguno se dé de morros contra el suelo. De repente, un fuerte olor lo invade todo. Se trata de la policía montada. La de Valencia, no la de Canadá. “¡Huele a campo!” dice jocoso Carles. “¡Ha llegado el séptimo de caballería!”, le sigue uno de sus compañeros. Los policías se alejan resignados, como si no hubieran escuchado nada.

Caballos famélicos de metal recorren el río de punta a punta. Las bicicletas son para el verano, pero en Valencia casi todo el año es verano.

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El río se ha convertido en un pulmón verde para la ciudad.

 

 

Allí donde la novedad pasa de largo/El rastro se convierte cada domingo en un museo de antiguallas

Santi y María van al rastro casi todos los domingos, siempre que el ocio nocturno se lo
permite. Entre los puestos de juguetes, buscan aquellos que puedan comprar a buen precio para vender en E-Bay por mucho más, o simplemente buscan aquel muñeco que
siempre quisieron tener de pequeños, y que Papá Noel nunca les trajo.

Al llegar al rastro encontramos una parada que habitualmente no está allí, se trata de
un stand de ‘Ciudadanos’ “¿Y estos qué venderán?”, bromea Santi.
Dejando atrás la política, nos acercamos a un puesto a rebosar de figuras de plástico.
Es uno de los pocos que no se limita a una sábana extendida en el suelo, ya que los
juguetes están en un expositor. Como en un mundo sin clases, se mezclan muñecos
inmóviles que se podían encontrar en cualquier quiosco de barrio por 100 pesetas, y
todo tipo de figuras articuladas que un día llenaron las páginas del catálogo navideño
de algún gran almacén.

Los tenderos saludan a Santi con efusividad. Se nota que se conocen desde hace
mucho. Son dos hombres de unos cuarenta años, que demuestran saber bien lo que
venden: “Esto es un Venom con cuerpo de tía, algo muy raro de ver”, asegura uno de
los vendedores.

Santi regatea como un Maradona de la compraventa. Le aseguran que una figura de
El Rey de las Ratas cuesta ocho euros, y que por ser él se la dejan a cinco. No
conforme con esto, pasará de largo para intentar que más tarde se la dejen por cuatro.

Contagiado por el ambiente, me acerco a un puesto de monedas y billetes esparcidos
en una tela, con la intención de comprar alguna moneda de la Segunda República. “La
semana pasada traje, pero hoy no tengo ninguna”, lamenta el comerciante. “Aquí
cuando preguntas, siempre te dicen que la semana anterior tenían de todo”, apostilla
Santi.

Entre las calles de puesto, tropiezo con un montón de ropa y zapatos amontonados en
el suelo. “No sé cómo hay gente que puede comprar zapatos aquí, es antihigiénico”
denuncia María, sacando a relucir sus conocimientos de enfermería.
Máscaras de gas, retratos de Franco y Primo de Rivera…El rastro es un buen lugar
para encontrar el attrezzo de una película de terror.
En otro puesto encontramos sierras, hachas, martillos…Nunca viene mal tener
herramientas en casa, pero el óxido que las recubre no me acaba de convencer.
LA MECA DEL CINE
Los cinéfilos encuentran un paraíso en el rastro. Una de las paradas solo vende
carteles de películas. También puedes hacerte tu propia filmoteca particular
rebuscando entre los Dvd que se encuentran repartidos entre los diferentes puestos.
Incluso los nostálgicos del VHS (que los hay) pueden descubrir un pedacito de cielo a
escasos metros de Mestalla. Y una cinta de vídeo les puede parecer moderna al lado
de las cámaras Super 8 y las películas en este mismo formato que se venden en el
rastro. Además de versiones recortadas de largometrajes (cada rollo suele durar tres
minutos), se puede conseguir grabaciones caseras de bodas bautizos y comuniones,
según nos cuenta Jerónimo, un coleccionista asiduo a este mercadillo de segunda
mano.
Llegamos a la parada más sospechosa del rastro, una parada en la que se venden
bicicletas. Tal vez algún día encontremos allí una de Valenbisi.
A menudo tenemos la idea de que el rastro es un lugar donde se venden trastos
baratos, sin embargo, uno de los puestos vende baúles de 200 euros, junto a figuras
taladas en madera.
Seguimos recorriendo los puestos hasta que noté que alguien me metió mano.
Cuando comprendí que aquella señora no quería robarme el
corazón sino la cartera, decidí que era el momento de investigar sobre otro clásico de
los domingos:El vermú.

Santi Y Maria

En el rastro, los treintañeros vuelven a ser niños

Mascletá a ciegas

Me encuentro entre la multitud en la plaza del Ayuntamiento, ahora entiendo el concepto de masa. Cierro los ojos y percibo un olor que me retrotrae a la adolescencia; al Viñarock; a los conciertos en la sala República. Sin duda los petardos de la mascletá no son los únicos que hay allí. La distancia entre la gente es mínima. Hacía tiempo que mi cuerpo no estaba tan cerca del cuerpo de otra persona. Creo que ya sé qué es eso de “el caloret faller”. El suelo retumba. Parece que se vaya a abrir de un momento a otro, como en una película apocalíptica. Alguien me grita al oído:

-Se trata de abrir la boca, no de cerrar los ojos.

Parece que las explosiones van menguando, las vibraciones se reducen. Falsa alarma. Era la calma que precede a la tempestad. El ruido aumenta, el suelo vibra más y más. De repente la nada. Segundos más tarde los gritos sustituyen el sonido de los cohetes. Escucho un pitido continuo dentro de mi oído ¿He muerto? Abro los ojos. A no ser que el cielo sea tan costumbrista que se parezca a Valencia, creo que sigo vivo, en el mismo sitio que al principio. A pesar de mi fobia a los petardos no ha estado tan mal. Ahora a por el “vermú”, que me lo he ganado.

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